Historias de Cuba
Quien la quiera fotografiar, un dólar por disparo. Esa es su tarifa; el regateo ni se contempla. Para encontrar a Graciela no es preciso devanarse la sesera, ni siquiera hay que molestarse en preguntar: basta con caminar por la calle Empedrado, corazón de la Habana Vieja, para verla sentada en el portal contiguo a la Bodeguita del Medio, siempre con un habano entre sus cuarteados labios, rodeada de decenas de turistas ansiosos por llevarse a Graciela registrada en su memoria en formato pixel. Le queda un solo diente y las cataratas han convertido su vida en un triste mañana de lluvia contemplada a través de un cristal empañado; pero su oído sigue tan fino como de niña y detecta, de forma sorprendente, si el obturador de la cámara se ha abierto y cerrado más de una vez y te hace pasar por caja sin aceptar disculpas. A mí, insistió en cobrarme tres dólares, sin atisbo de humor en sus intenciones; todavía no sé cómo me libré. A cambio, quise invitarla a un mojito en la Bodeguita, pero se negó en rotundo: «Lo que sirven ahí dentro es pura mierda para turistas; además, yo no bebo…bastante vicio tengo ya con el tabaco». Todo un carácter, Graciela; si lo llego a saber, te llevo un puro.
Ernesto perdió su apellido aquella soleada mañana de mercado, cuando Camarón decidió subir a su sombrero de yarey, sin ninguna intención de volver a bajar. Desde entonces, todos le conocen como Ernesto “del gallo”. Allá donde va Ernesto, le acompaña Camarón; una extraña figura que pasea por las calles de Trinidad como si de un ser mitológico se tratara, mitad hombre, mitad ave. Juntos se les ve cada mañana en el mercado y, al caer la tarde en la taberna jugando la partida de dominó; en la consulta médica o, cuando toca, sellando la libreta de racionamiento para llevar a casa las cinco libras de arroz y la media de frijoles. Todos los domingos, a las doce en punto, Camarón oye misa en la iglesia de la Santísima Trinidad, con respeto y en silencio, haciendo esfuerzos para no cantar, a modo de protesta, cuando le llega el denso y penetrante olor a incienso. Pero si hay algo que a Camarón de verdad le gusta es cuando llega la noche y Ernesto le canta el valsecito de Chabuca Granda antes de dormir….”que soy un gallito fino, kikiriki, de buena camada. Tengo orgullo de mi casta y de aquel que me criara. Que soy un gallazo fiero, de aquellos de vez en cuando. Que quiere vivir venciendo o si ha de morir, matando”.
Temprano, como cada mañana de los últimos años, antes que el calor y la humedad quiten las ganas de vivir, Antuán ata la cuerda al cuello de Domiciano y comienzan su paseo por las calles empedradas de Trinidad. Recuerda cómo empezó todo: las miradas atónitas, las carreras de los niños llamándose unos a otros; los primeros cuchicheos, los ímprobos esfuerzos por ahogar aquella risa, que fue creciendo en fuerza y descaro hasta convertirse en carcajada coral, sin pudor ni piedad. Antuán ha criado a Domiciano desde lechón, a golpe de biberón y ahora, ocho años después y 90 kilos más, le falta el coraje para sacrificarlo. Las risas, que tanto le costó entender, ya no le hacen daño. Lo que sigue sin soportar es cuando alguien alza la voz y le grita: Antuán, si quieres compañía ¿por qué no te compras un perro? Cuando eso ocurre, Antuán sólo encuentra consuelo en compañía de Ernesto Figueroa y su gallo Camarón, los únicos que le comprenden.
Vladimir quiere ser boxeador. Cada tarde, después del colegio, puntual como un reloj suizo, se presenta en el gimnasio Rafael Trejo en la Habana Vieja, con unos viejos guantes de cuero colgados al cuello. Los mismos guantes con los que su padre ganó la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Sídney.
Sus amigos no le entienden, todos prefieren el béisbol. Pero él sabe que el teatro de sus sueños es un cuadrilátero, entre dieciséis cuerdas, con dramas escritos en doce actos para sólo dos actores. Vladimir, algún día será boxeador…si antes la vida no le gana por KO.
Cualquier momento y cualquier lugar. Tampoco hay que buscar motivo alguno para arrancar una buena partida de dominó en Cuba. Si en el interior de las casas el aire se convierte en plomo fundido, se saca una mesa a la calle. Una mesa, si la hubiera; y si no, una tabla de madera o chapa, apoyada sobre cualquier cosa que aporte mediana estabilidad. Las partidas de dominó causan el mismo efecto que los puestos de comida callejeros: es casi imposible ver una que no esté rodeada de mirones, que guardan, sin protestar, el respetuoso silencio exigido. A Juana Martín se la recordará siempre como la “Vieja del tres doble”. Juana jugó al dominó toda su vida. O mejor dicho, hasta el momento exacto de su muerte. Para ella, el dominó era mucho más que un juego y ganar, cuestión de honor. El 12 de marzo de 1925, la partida en el 43 de la calle Galiano estaba casi decantada a favor de Juana. Sólo tenía que soltar el tres doble y el triunfo, una vez más, sería suyo. En ese momento de felicidad difícil de contener, su cuñado Pedro golpeó con fuerza la mesa colocando su última ficha; había cerrado la partida. El disgusto de Juana fue de tal magnitud que una trombosis cerebral le causó la muerte de manera fulminante. Los restos mortales de Juana Martín descansan para siempre en el cementerio Cristobal Colón, en una tumba en la que nunca falta un ramo de flores sobre la lápida de mármol tallada con el fatídico tres doble.
Se llama Adelaida, aunque pocos saben su nombre y todos la conocen como Señora Habana. Desde hace 30 años, Adelaida descubre los oscuros designios de la vida al cobijo de los soportales de la plaza de la Catedral. Con ayuda de su baraja de cartas o leyendo las líneas de las manos te hablará de amores, trabajo, problemas de salud o si estás bajo algún «mal de ojo». A veces, en sus predicciones, también ve la muerte, pero eso jamás lo dice.