La Isla de las Muñecas
Anastasio Santana es un hombre de mirada cargada de tristeza y mansedumbre. Una de esas miradas que delatan a los corazones rendidos, aquellos que han firmado un armisticio decoroso con la vida y declaran vencedores a los tormentos del alma. Desde hace años, Anastasio vive en completa soledad; una soledad tan sólo mancillada por los visitantes que vienen a conocer su chinampa del canal de Apampilco y Tezhuilo, su pequeña Tenochtitlan, a hora y media a brazo de remo desde el embarcadero de Cuemanco. En esas ocasiones –cada vez más frecuentes-, con evidente desgana y la voz trémula del que no se siente cómodo hablando en público, Anastasio relata su historia, a su manera, con más sombras que luces; seguramente callando más de lo que dice. En realidad no es su propia historia lo que cuenta, sino la increíble y triste historia de Julián Santana Barrera, su tío, el coleccionista de muñecas de Xochimilco.
Aquella noche maldita, con la desquiciante puntualidad de cada noche maldita de los últimos meses, a Julián Santana se le quebró el sueño invadido por la insoportable certeza del suplicio que habría de sufrir a continuación. En ese instante, sin apenas tiempo para algo más que recogerse en postura fetal, como quien busca el calor en una noche fría, el terror volvió a apoderarse de todo su ser, clavó con fuerza sus garras y se arrastró hasta lo más profundo de aquella alma devastada para escupir allí su terrible ponzoña. Don Julián sintió hielo en su piel, los cabellos de la nuca erizados y los músculos de su cuerpo, formado apenas de hueso y cartílago, sin atisbo de grasa, quedaron tensos como cuerdas de violín. Rezó en silencio, para que aquella vez todo fuese distinto, para que algo cambiara en aquel drama macabro que, noche tras noche, levantaba el telón en la puerta de su cabaña, donde él representaba el papel del hombre más cobarde del mundo. De nada servía rezar. Dios nuca atendía sus plegarias, se había olvidado de él. Su última esperanza estaba puesta en ellas; las muñecas cumplirían su misión y le protegerían. Pero los pasos llegaron, una noche más, con la fidelidad de cartero rural. Si las muñecas no lo hacían, él nada podría hacer para detenerlos. Llegaron, y se hicieron nítidos; reconoció el suave crujir de aquellos pasos abominables, más temibles para Don Julián que las mismísimas trompetas del apocalipsis. Cuatro, cinco, seis pasos, livianos, casi etéreos, de pies pequeños; siete, ocho, nueve, acercándose inevitablemente hasta su puerta; diez, once y doce. Entonces, lo que llega es el silencio. Un silencio insufrible, apenas unos segundos que se hacen eternos y dolorosos como parto de primeriza, la sorda antesala del más cruel de los tormentos. Unos segundos de falsa tregua, capaces de triturar sus ya maltrechos nervios, de provocar el rechinar de sus dientes. Necesitaba más muñecas, muchas más. Los golpes en la puerta vienen a romper ese atroz silencio; no son golpes violentos, más bien una súplica para entrar, un toc-toc delicado, sin fuerza, de intensidad infantil. No piensa abrir; jamás ha reunido la dosis de valor suficiente para hacerlo. Necesitaba más muñecas, llenar su chinampa con ellas; las que tiene no son suficientes.
El terror había llegado a su cabaña la primera de aquellas noches malditas, se multiplicó, se hizo gigante y tomó posesión de su alma para el resto de su vida.
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Era abril. Una mañana a punto de concluir a mediados de abril, con un cielo profundo, de azul intenso, sin atisbo de nubes que presagiaran las lluvias que aun están por llegar. Había sacado agualodo del fondo del canal y encerró el ganado en el corral. Anastasio regresó a la cabaña, apurando el paso, apremiado por el deseo de aplacar hambre y sed; fue entonces cuando encontró el cuerpo de su tío Julián, varado en la orilla, boca abajo, ahogado. Lo encontró, por esos caprichos del destino, en el mismo recodo de la misma orilla donde, años atrás, había aparecido el cadáver de aquella niña que, con su inexplicable muerte, destrozaría por completo la ya casi aniquilada vida de Don Julián. Las muñecas, como él suponía, habían servido para nada.
Un cuarto de siglo antes de su muerte, Julián Santana había perdido la paciencia, gran parte de la cordura y casi toda la dignidad. Sentado en el rincón más oscuro y apartado de la pulquería Los Cuates, vaso en mano, confesó a su sobrino que su decisión estaba tomada: abandonaría Xochimilco. No lo soportaba más. Estaba hastiado de insultos, de tantos golpes recibidos cuando pregonaba la Biblia por el barrio de La Asunción. “Aquí no se viene a nombrar la palabra de Dios sin ser sacerdote, Julián”. Eso le decían, entre empellón y cachetada. Con la cabeza alta, sin perder la compostura, pero con los ojos abrasados por las lágrimas, apurando el último trago, le dijo: “Me voy a mi chinampa; ya estoy molestando en las casas comerciales pidiendo un pesito para mi pulque. Para sufrir aquí, mejor sufro allí.” Anastasio, como si de un barco que supiese que sin capitán su destino sería la deriva, no dudó un instante en acompañarlo. Viviría con él, intentaría que olvidara pulque y tequila; lucharía sin descanso por conseguir que su tío recuperara aquella cordura y dignidad casi olvidadas. Bastaría eso para que Anastasio fuera feliz, aun sabiendo que su vida sería sinónimo de soledad, que había cerrado las puertas del mundo desde el mismo instante en que escucho decir a su tío: “Me voy a mi chinampa. Para sufrir aquí, mejor sufro allí”.
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No había pasado una semana desde el día que Don Julián encontrara el cadáver de la niña muerta cuando, por primera vez, el terror vino a despertarle. Aquella noche, la primera de tantas noches malditas, sería la única noche que Don Julián estuvo a punto de reunir el valor necesario para abrir la puerta. Lo habría hecho, de no ser por aquellas terribles palabras que le rompieron el alma. Era la niña quien pedía para entrar, la que suplicaba por su ayuda. “Me haces daño….me haces daño”. La misma niña que días atrás había aparecido a orillas de su chinampa. “Por favor…no lo hagas”. Aquella niña que él había encontrado muerta con una muñeca entre sus manos. “Por favor….AYÚDAME!”
Pasaron meses, los meses cumplieron años, y la chinampa de Don Julián se convirtió en orfanato de infantes plastificados. Toda la isla quedó plagada de cientos de pequeños cuerpos, colgados en cada árbol, atados a la cerca, en cada pared y cada rincón de la cabaña. Don Julián se había jurado que dedicaría el resto de su vida a reunir muñecas, cuantas más, mejor. Nunca tendría suficientes. Para conseguirlas, tuvo que tragarse el orgullo, romper su promesa de nunca volver a Xochimilco. Cada día llegaba con su barca para recorrer los basureros buscando con ansia sus codiciadas piezas. También hubo gente que las guardaban para él, que nunca preguntaron para qué las quería: “Toma, Julián. Se le ha roto un brazo y la niña ya no juega con ella.” Daba igual el estado en que estuvieran; todas servían, calvas, tuertas, desmembradas, con los vestidos rotos, sucios, desnudas. Sólo una vez Anastasio se atrevió a preguntar: “¿Para qué tanta muñeca, tío Julián?” Sin mirar a su sobrino, sin dejar de atar otra muñeca más a la cerca, le dijo: “Yo le tengo fe a las muñecas; sólo con ellas podré volver a vivir en paz. Ellas me ayudarán a espantar al mismísimo espanto”.