Bangkok
Ciudad de ángeles
Me pregunto cuántas personas en el mundo sabrán el verdadero nombre de Bangkok. Posiblemente, incluso muchos tailandeses suspenderían esta prueba. La realidad es que la palabra Bangkok no es más que un apodo cariñoso que se ha venido utilizando para simplificar las cosas. Ahora entenderéis porqué: su nombre ceremonial completo es Krung Thep Mahanakhon Amon Rattanakosin Mahinthara Ayuthaya Mahadilok Phop Noppharat Ratchathani Burirom Udomratchaniwet Mahasathan Amon Piman Awatan Sathit Sakkathattiya Witsanukam Prasit. (Que nadie intente lanzarlo como “tweet”, son más de 140 caracteres). Como no había formulario que lo soportara, los aborígenes decidieron cortar por lo sano y quedarse solo con las tres primeras palabras, Krung Thep Mahanakhon, cuya traducción literal es Ciudad de Ángeles, un bello concepto a medio camino entre lo poético y un magnífico eslogan turístico.
Sobrevivir al caos
Una vez leí que Bangkok era el caos hecho ciudad. Ahora comprendo que el comentario no era una simple hipérbole. Nada más llegar a la ciudad, una extraña sensación de confusión te invade de inmediato, sin avisar; el corazón se acelera, la vida parece que se agota y se camina con miedo a caer…todo un “síndrome de Stendhal” al curry. La primera impresión es que nadie descansa, de frenética actividad, de que si te paras, mueres. Por el día, las calles son un auténtico enjambre humano y el tráfico, simplemente no tiene calificativo. El mero hecho de cruzar una calle se convierte en odisea, con miles de “tuc-tuc” conducidos por auténticos tifosi de Valentino Rossi. Al caer la noche, que nadie espere una tregua: la música y millones de luces invitan a pasar olímpicamente de Hipnos, y la faz de la ciudad se transforma en un escenario propio de película futurista; cualquier cosa, menos sorpresa, si nos topamos con un Blade Runner a la carrera persiguiendo a un replicante. Si añadimos altas dosis de calor, un buen chorro de humedad -más propia de sauna finlandesa- con un toque de abrumante contaminación, el resultado es un cóctel solo apto para viajeros muy curtidos. Y sabiendo todo esto ¿por qué más de 20 millones de turistas vienen aquí, año tras año, convirtiendo a Bangkok en la ciudad del mundo más visitada? La respuesta podría estar en las acertadas palabras de Antonio Tabucchi en su libro Viajes y otros viajes: “Un lugar nunca es solo ese lugar: ese lugar somos, en cierto modo, nosotros también. (…) Depende de quienes seamos en el momento en el que llegamos a ese lugar. Esas cosas se aprenden con el tiempo y, sobre todo, viajando”. Y es que Bangkok se siente orgullosa de si misma, sin miedo a mostrar su caótica belleza. Sabe de sus defectos, pero no los esconde; presume de no tener término medio, de jugar constantemente a la ruleta rusa, a un todo o nada. Quizás la clave para sobrevivir al caos sea, sencillamente, firmar con él un armisticio decoroso; dejarnos fagocitar por la gran urbe y formar parte de su engranaje, con su ritmo trepidante y sensual. Dejar de ejercer resistencia ante su devastadora fuerza, abandonar la rigidez del roble y adoptar la flexibilidad del bambú. Solo así se sobrevive a Bangkok. Solo así, aceptando sus miserias, se puede descubrir su perfecta armonía
Vestidos, pero descalzos
Rompamos los típicos tópicos y seamos sensatos: Bangkok no se puede describir citando únicamente interminables listas de mercadillos y locales con espectáculos de dudoso gusto. Que nadie olvide que estamos en Tailandia, un país que rezuma espiritualidad y donde el budismo, más que una religión, es una forma de vida. Evidentemente, en un país así, su capital no podría permitirse el lujo de mantenerse ajena a una corriente tan espiritual. Olvidemos, pues, la fiebre por el “top manta” a lo bestia y las partidas de ping-pong sin mesa ni palas, y aprovechemos nuestra estancia para descubrir todo el misticismo y el refinamiento de Bangkok. Y como para muestra vale un botón, ahí está el Gran Palacio, un recinto amurallado en pleno centro histórico, sede de la residencia oficial de los reyes desde el siglo XVIII hasta mediados del XX. Las estancias reúnen una muestra completa de la arquitectura tradicional, civil y religiosa tailandesa. Ojo al dato: aquí, todo lo que reluce sí que es oro.
Con pantalón largo, hombros cubiertos y, por supuesto, descalzos es la única forma de poder acceder al Wat Phra Kaew, uno de los muchos templos dentro de las dependencias reales. Merece la pena sudar un poco (más) a cambio de poder contemplar en su interior el Buda Esmeralda (que no os engañen, en realidad es solo de jade), una figura que realmente no destaca por su grandeza –menos de medio metro- pero sí por su gran belleza. Su origen es todo un misterio y cuenta la leyenda que recorrió gran parte de Asia antes de llegar a Chiang Rai, al norte de Tailandia. Lo único cierto es que, después de muchos avatares, desde 1748 se encuentra en este templo y que se ha convertido en la imagen más venerada por el pueblo tailandés.
Wat Po es otro de los templos míticos de Bangkok por ser la morada del Buda reclinado más grande del país, con 46 metros de largo y 15 de altura. Un consejo: no abandonar Wat Po sin antes pasar por la Escuela de masaje tradicional tailandés. Una experiencia inolvidable que el cuerpo agradecerá.
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