(Texto: Nacho Carretero / Fotos: Julio Castro)
En Gambia los niños sueñan con cruzar el océano y cada aldea cuenta con decenas de muertos en el intento. Lo que pasa en Gambia es que, generación tras generación, nadie cree en su país. Cualquier joven siente el impulso de irse en cayuco a Europa. Jóvenes como Keba Hadim, 24 años y maestro en Tendaba, uno de los lugares de partida de los miles de gambianos que cada día vemos por las calles de muchas ciudades españolas. Algunos sobreviven como manteros, después de haber cruzado un mar en cayuco y un desierto en camión. La escuela de Keba, una sencilla construcción de piedra en la que niños de todas las edades se amontonan en los pupitres de madera, fue levantada por una ONG española hace dos años. El hermano de Keba murió a principios de 2014 intentando alcanzar Canarias a bordo de un cayuco en el que viajaban unos 150 jóvenes que habían salido de Mauritania. Sólo 32 sobrevivieron al naufragio. «Es un síndrome», explica el profesor. «Yo lo llamo el síndrome del cayuco. Todos los niños de Gambia quieren irse a Europa. Es lo único en lo que piensan, el único futuro que contemplan. Sobre los 13 años empiezan a intentarlo”. En la aldea donde imparte sus clases el maestro Keba, este año han muerto ocho jóvenes intentando atravesar el mar. Muchos más están ahora en ruta por Mauritania o Libia o han logrado llegar a Europa. Al alcanzar la adolescencia, se largan. Son pocas las familias que no tienen a alguien que lo haya intentado. La última vez que Keba habló con su hermano estaba a punto de subir a bordo del cayuco. «Me llamó desde Mauritania y yo le dije que no se fuera porque era muy peligroso», recuerda el profesor. No volvió a saber de él hasta que le comunicaron su muerte. Ahora Keba intenta que los niños salgan del síndrome. Su objetivo es que contemplen posibilidades para abrirse paso en su propio país sin necesidad de lanzarse al mar.
Yoro Gai llegó a Canarias en cayuco, después de cuatro años trabajando como pescador en Mauritania y Senegal. Vive en Madrid desde 2009, tiene permiso de residencia y estudia para sacarse el bachillerato. Yoro salió de su aldea con 13 años. En Mauritania y después de dos años faenando, reunió 900 euros y se coordinó con otros gambianos para comprar un cayuco, un motor y gasolina. Salieron de noche de una playa cercana a Nuakchot, la capital del país. «No lo recuerdo con miedo», dice. «Tenía frío, pero no miedo porque pensaba: si llego, estupendo. Si nos hundimos y muero, también. Así descanso'». En aquella barcaza viajaban 78 personas. A Fuerteventura llegaron cinco días después de salir. De su desembarco, Yoro recuerda sólo una cosa: «Una chica se me acercó y me dijo: ‘¡Corre, que viene la policía!’. Era muy guapa. Me quedé enamorado. Ojalá la vuelva a encontrar”. El joven gambiano estuvo dos años sin papeles. «Hacía vida de delincuente mientras mi familia me pedía dinero. Como todos en Gambia, creían que era rico por estar en Europa». Yoro tiene permiso de residencia, pero no se lo ha dicho a su familia. «Si se lo dijera, empezarían a pedirme dinero sin parar; yo les voy ayudando en lo que no pueden. Este año les compré unas vacas para que no tengan necesidades, pero cuanto más les diga que tengo, más me van a pedir. Date cuenta que allí hay mucha necesidad y poca educación».
Lo único que los chicos de Gambia tienen en la cabeza es venir a Europa; no conseguirlo es un drama. Su viaje, es un camino que arranca en Gambia y atraviesa varias fronteras a bordo de camiones repletos de jóvenes. Sólo esa parte cuesta unos 500 euros. Después, los chicos gambianos deben quedarse durante dos o tres años trabajando como pescadores en Senegal o Mauritania. Sólo se suben a un cayuco después de pagar hasta 1.000 euros y se lo juegan todo a una carta. Si una vez en Europa los deportan, todo el gasto habrá sido en balde. Los que regresan lo vuelven a intentar. Nunca se rinden porque no tienen otra opción.
Baba Jaiteh se fue en 2008 a Senegal. Su sueldo como sastre no le llegaba para mantener a su mujer y a su hijo. En el país vecino, después de años de trabajo, se unió a un grupo que se preparaba para salir a Libia. Atravesaron en una camioneta la frontera con Mali. Después Burkina Faso, Níger y por fin Libia, un país en guerra civil desde 2011, un territorio sin control donde campan impunes las mafias de tráfico de personas. Es también el lugar donde se juegan la vida migrantes como Baba, al que detuvieron cuando llevaba un año trabajando para pagar el viaje. «Me encarcelaron y estuve tres meses en una celda sin ventanas; no sabía si era de día o de noche”. Sus carceleros le robaron todo el dinero y lo deportaron a su país. Hoy, de vuelta en su aldea, ya planea cómo volver. «Mira mi casa, se cae la pintura y hay días que no tenemos ni para comer». El techo de latón está sujeto por unas tablas de madera y la puerta es una cortina. «¿Cómo no vamos a intentar irnos? Quedarnos aquí es imposible”.
Así es Gambia, el país de la «eterna sonrisa», donde casi todas las familias velan un ahogado y donde el síndrome del cayuco lo empapa todo.
Nacho Carretero (A Coruña, 1981) ha publicado artículos en diferentes medios sobre el genocidio de Ruanda, el ébola en África o el conflicto de Siria. Desde septiembre de 2016 escribe en El País. En 2015 publicó su primer libro «Fariña», donde retrata la historia del narcotráfico en Galicia durante las décadas de los 80 y los 90.
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