Islas Galápagos
el Jurásico sin dinosaurios
Llegué a la Isla de San Cristóbal cargado de emoción; posiblemente, con la misma sensación que imagino pudo sentir el joven naturalista Charles Robert Darwin cuando, con apenas 26 años, desembarcó del bergantín HMS Beagle en esta misma isla, un 17 de septiembre de 1835. El archipiélago había sido descubierto -absolutamente de chiripa- justo tres siglos antes. Una calma chicha y una fuerte deriva habían arrastrado hasta allí al barco de Fray Tomás de Berlanga, a la sazón obispo de Panamá, cuando se dirigía hacia el Perú por encargo del todopoderoso rey Carlos I. Una vez en las Insulae Galopegos (Islas de las Tortugas), Darwin tuvo muy poco tiempo, apenas cinco semanas, para explorar y poder recoger sus muestras en cuatro de las trece islas mayores. Cinco semanas que redefinieron la manera de entender la historia natural y que fueron el germen de la idea más revolucionaria del pensamiento humano: la Teoría de la Evolución. Darwin presentó esta teoría en sociedad el 24 de noviembre de 1859, bajo el título «El origen de las especies». Pese a la brutal resistencia de los estratos sociales más reaccionarios, la primera edición del libro (apenas un mero resumen de la extensa obra que Darwin estaba preparando) se vendió por completo ese mismo día.
Sin duda alguna, hay muchos lugares en el mundo donde poder observar fauna en estado salvaje. Pero hay solo uno, las Islas Galápagos, donde esa fauna no teme al ser humano; no nos ven como intrusos ni como los más despiadados depredadores. Cinco millones de años de total aislamiento tienen la culpa de haber convertido a estos animales en los más confiados del planeta. Los afortunados viajeros que llegan hasta aquí, tienen el privilegio de contemplar uno de los pocos paraísos vírgenes que quedan en la Tierra, con paisajes primigenios por los que parece no haber pasado el tiempo. Como muy acertadamente me dijo Paco Nadal, compañero en este viaje, «descubrir Galápagos es como hacer turismo en el Jurásico…pero sin dinosaurios«. Conviene saber que estamos en un lugar sin parangón, con el 97% de su superficie declarada Parque Nacional, y con unas normas absolutamente estrictas de uso. Olvídate de montarte rutas por libre; siempre, sin excepción, tenemos que ir acompañados por un guía oficial. Por ello, hay solo dos formas para moverte: desde tierra, alojándote en un establecimiento hotelero en alguna de las cuatro islas habitadas y realizando excursiones por la propia isla, o en barco, haciendo recorridos tipo «vida a bordo». Esta opción, sin ser la más barata, es la más aconsejable porque permite ver más lugares en mucho menos tiempo.
Como he dicho antes, llegué a San Cristóbal (uno de los dos aeropuertos, junto con el de Baltra) en un corto vuelo, poco más de hora y media, procedente de Guayaquil. Una zodiac -o panga, como aquí gusta llamarlas- nos estaba esperando para llevarnos a «La Pinta», nombre realmente apropiado para una embarcación destinada a realizar descubrimientos, que sería mi palacio flotante durante tres maravillosas jornadas. En lo que me quede de vida, no podré olvidar el espectáculo de ver amanecer cada mañana, justo antes del desayuno, desde la cubierta del barco; ante mis ojos atónitos, se iba dibujando, bañado por la suave luz del alba, un paisaje fascinante, casi irreal. Un paisaje con una fisonomía inalterada desde hace millones de años. Un paisaje que la destructora mano del hombre no ha modificado en absoluto durante todo este océano de tiempo. El primer desembarco lo hicimos en Punta Pitt, en el extremo noroeste de San Cristóbal.
Un sinuoso sendero, que nace directamente donde acaba la arena de la playa, conduce, después de una corta y no muy exigente caminata, hasta lo alto de un cerro de toba volcánica. Desde esta atalaya, las vistas de la costa son, simplemente, espectaculares. Curiosamente, este lugar es el único de las Islas en el que se pueden observar las tres especies de piqueros y las dos de fragatas anidando en la misma área. Es muy frecuente toparse con un patas azules (el más pintoresco de los tres piqueros, por sus llamativas patas teñidas de azul intenso) en medio del camino, tomando el sol plácidamente, sin inmutarse por la cercanía humana, sin intención alguna de moverse por mucho que uno se acerque a tomarle una foto. De regreso a la playa nos aguardaba una de las más gratificante y excitantes experiencias que uno puede vivir en estas islas: nadar en compañía de lobos marinos. El guía nos había dado las normas de comportamiento para respetar a estos inteligentes mamíferos, pacíficos pero sumamente territoriales; cumpliendo un par de normas, tan sencillas como lógicas, no hay ningún problema en compartir el baño con las crías de lobos, juguetones y curiosos como cualquier niño, sin que sus madres o el macho dominante se asusten y puedan atacarnos.
No soy muy partidario de dar nombres ni demasiadas indicaciones de cómo llegar hasta las playas salvajes que encuentro en mis viajes; es mi pequeña (quizás absurda) contribución para ayudar a preservarlas de las hordas turísticas. Pero en este caso haré una excepción, ya que Cerro Brujo tiene garantías más que suficientes para cuidar su virginidad por sí misma. El calificativo de paradisíaca se queda muy corto para describir esta playa de arena coralina, bañada por el silencio, y donde los turistas de hamaca y sombrilla son sustituidos por colonias de lobos marinos. Es una playa auténtica «de postal», con la guinda de tener a la vista, surgiendo en el horizonte, el León Dormido: un islote partido en dos, resto de un cono volcánico, que simula la forma del gran felino durmiente. El canal de mar que separa las dos paredes verticales es un verdadero paraíso para los amantes del buceo, aunque las inmersiones en estas aguas están reservadas solo para aquellos con un alto nivel y experiencia. Aquí las corrientes son de armas tomar.
Muchas cosas quedan para siempre en la memoria después de un viaje a Galápagos; de todas ellas, la que jamás debiéramos olvidar es haber tenido la constatación absoluta de que es perfectamente posible un Mundo donde ser humano y animales convivan en perfecto equilibrio.
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